junio 02, 2006

Venga a nosotros Tu Reino

Vivir Pentecostés es posible.
No es la fiesta de los superdotados. Tampoco la fiesta de los santos iluminados. Mucho menos, la de los sabios, o los genios, o de los más formados.
Pentecostés es fiesta de promesa cumplida. Fiesta de pueblo. Casi podría decirse que fiesta de reconciliación.
Dios mira nuevamente al hombre y vuelve a apostar. Redobla la jugada y compromete aún más. Ahora ya no es tiempo de seguir esperando, ahora hay que esforzarse duro para terminar de crear el mundo.
Pentecostés es fiesta de todos, no de unos pocos.
Dones regalados para ser puestos en juego.
Regalados, no merecidos.
Amor que nos invita a contagiar Dios a los cuatro vientos.
Sanando, perdonando, tocando, amando.
Contagio que necesita irremediablemente que nosotros estemos gloriosamente enfermos para poder contagiar. Tan enfermos como estamos de la vida. Tan llenos de esa enfermedad como estamos de aliento.
Pero claro, la muerte no se queda de brazos cruzados. No quiere dejarse birlar tantos seguidores y rápidamente buscó un antídoto.
Para cada don hay un antídoto.
Para cada mandato, para cada envío, para cada compromiso, hay un antídoto infalible.
Envidia, odio, egoísmo, por ejemplo, son una combinación casi perfecta para disolver esa Iglesia que Cristo funda en Pentecostés. Podría nombrar más, claro; podría hablar de poder, de celos, de vanagloria, qué se yo, muchos más, pero los tres primeros son casi fundacionales. Son los tres perros rabiosos que nos vienen persiguiendo desde Caín y Abel y que todavía tienen aliento y tienen carne para comer en su camino de furia.
Pentecostés se disuelve si no nos damos cuenta de esto.
Las comunidades se disuelven, las familias se disuelven, se disuelven las parroquias y también, lentamente, se disuelve la Iglesia en la que Jesús nos enseño a entregar la vida en la confianza de que no está dicha la última palabra.
Lo del Espíritu Santo parece un hechizo, si no le permito transformar toda mi vida. Los sacramentos, un recuerdo, una historia, una conmemoración.
Jesús nos invita al misterio de la Trinidad para que sintamos y vivamos una presencia que no puede ser silenciada ni ocultada.
Pentecostés debería ser la fiesta del principio del fin. El hito, a partir del cual, el mundo comienza a cambiar y divinizarse. El día en el cual se acaban las excusas, se derrumban los “no puedo” y crecen con fuerza irrefrenable los sí.
En la Ascensión, no nos deja solos. Paradójico para nosotros. Juntos, todos juntos, nos quedamos mirando para arriba. ¡Juntos!.
En Pentecostés, reparte a todos y a cada uno los dones para que jamás estemos solos. Para que nunca más nadie se sienta que en el mundo está solo. Sin embargo, el antídoto muchas veces funciona y funciona bien: nos guardamos los dones, nos instalamos y evitamos el desafío del envío; nos negamos a sanar y tocar a los enfermos; separamos a los “malos”. Corremos a los leprosos. Lapidamos a los pecadores. Vamos y venimos haciendo de cuenta que vamos, pero en realidad, venimos.
Proclamamos sólo en los ambientes en los que no nos van a gritar “borrachos”, y también allí tenemos cuidado de que no nos tomen por locos.
Pescamos en la pecera en vez de arriesgarnos mar adentro.
Locura de amor es lo que falta.
¡Si verdaderamente nos diéramos cuenta de lo que nos pide Jesús!
¡Si tomáramos conciencia de la tarea que nos comparte Dios en Pentecostés!
¡Si nos dejáramos llevar por el Espíritu y saliéramos al mundo a gritar la Noticia!...Qué distinto sería todo. ¡Qué distinto puede ser todo!
Si yo, inspirado por el Espíritu, mañana hablara de Dios en mi vida, en mis actos, en todos mis mundos y en todas las lenguas que hablo, ¡cuánta gente escucharía esperanza!.
Si mis manos no se frenaran antes de tocar a quién necesita ser tocado, ni dejaran de dar lo que debe ser dado, ¡qué cambio se produciría!. Imagínense: manejar como Dios manda, trabajar como Dios manda, administrar bienes como Dios manda, ser jefe como Dios manda, ser esposos, hijos, padres, como Dios manda. Ser Iglesia como Dios manda y abrir las puertas, también como Dios manda. Locura de amor. Locura de Pentecostés. El cielo en la tierra. Anticipo del Reino presente.
Pidamos en Pentecostés la fuerza para vencer la tentación de los antídotos. Dejémonos contagiar por el Espíritu y salgamos a contagiar al mundo.
Tenemos que vencer, nada más ni nada menos que la salud de la certeza de la muerte, pero no estamos solos, ya no: la muerte no tiene la última palabra. Jesús está con nosotros. Jesús se hace nosotros. Nosotros estamos en Él. Nosotros somos Él para los que no lo conocen.
No estamos solos.
El Espíritu está con nosotros.
Desde ahora, nada es imposible.
Todo se puede soñar.
Todo se puede hacer.
¡Vino a nosotros Su Reino!

Pablo Muttini / Pentecostés 2006