octubre 26, 2006

...de vez en cuando una fábula viene bien

La mesa del bar

Siempre me resultó muy complicado entender por qué las mesas en los bares son tan chicas.
Quizás sea para ahorrar espacio, o tal vez para lograr que la gente se quede poco tiempo. Sería bastante lógico: no es lo mismo quedarse una hora almorzando que una hora tomando un café.
En una mesa bien chica se pueden hacer muchas cosas pero también, queda poco lugar para otras.
Cuando te traen el café, más el minúsculo plato con los cuatro minúsculos bizcochos y el minúsculo vaso de agua y el pinche de la cuenta y el prolijo servilletero de también minúsculas servilletas, prácticamente no queda lugar para nada. Mucho menos si son dos los que hicieron el encargue.
Sin embargo, por estas extrañas cuestiones de la vida, cuando te atrapa un bar, es cómo si encontraras un refugio. Es más, en muchas circunstancias es un refugio y también un sitio de pertenencia; y eso, es lo que le estaba pasando al gallo.
Todas las mañanas, el gallo salía de su casa y recorría las 5 cuadras obligatorias para llegar al bar; saludaba al chivo de la barra, hojeaba mecánicamente el diario hasta llegar a los deportes, leía una noticia –de preferencia corta- y rápidamente se disponía a sentarse en su mesa, siempre una y siempre esa; luego llegaba el café con su séquito y mientras mantenía la taza en alto y la picoteaba suavemente, perdía por un buen rato su mirada en la vidriera. Al cabo de unos veinte minutos y cuando ya no quedaba más que aroma a café fuerte y frío en la taza, sacaba el ticket de su doméstica tortura y dejaba junto a la caja, ticket y dinero también siempre justo. Saludaba al chivo y comenzaba el día. Todos los días. Todos.

El ganso, que por un tema de roles en general no estaba obligado a levantarse tan temprano, lo escuchaba salir y también todas las mañanas se preguntaba si verdaderamente era tan bueno comenzar el día con un paso por el bar.

Finalmente la duda lo carcomió y al notar que el gallo estaba por partir, le dijo que, si no tenía inconvenientes, a él le gustaría acompañarlo, cosa a la que el gallo respondió afirmativamente y ambos salieron desde ese día y por muchos días más, juntos hacia el café de la quinta esquina.

Al principio fue todo novedad para el ganso. Trató de imitar el rito, de hacer exactamente lo mismo que hacía el gallo y sin darse cuenta, también él fue permitiéndose crear su propio modo de vivir el bar.

Pasada la euforia de las primeras mañanas en las que el gallo se ufanaba mostrándole todos sus trucos secretos, la ceremonia del bar, para el ganso fue palideciendo hasta convertirse en una rutina absolutamente aburrida, al punto, que, aquello que durante unas semanas los unió en una nueva forma de relacionarse, ahora comenzaba a ser tema de discusión. La cuestión: ¿Qué le encuentra el gallo a ese bar?

Así, primero como pregunta simple, luego como discusión leve y al poco tiempo como debate obligatorio, el ganso y el gallo se trenzaban en interminables disquisiciones respecto de las bondades del lugar y del hábito.

Al cerdo le resultaba sencillo no intervenir, pero imposible no participar: gritos de gallo y ganso se escuchaban seguido por toda la casa, así que un día, cansado de escuchar siempre lo mismo, se acercó a los aprendices de necios y les preguntó que era lo que concretamente trataban de resolver con la discusión. Finalmente, se trataba sólo de sostener posiciones: para el gallo, ese rato en el bar era insustituible; para el ganso, absolutamente aburrido, monótono y deprimente. El cerdo los escuchó prudentemente exponer sus razones y ofreció intentar mediar en el asunto, cosa que ambos aceptaron quedando a la espera del veredicto.

A tranco lento, el cerdo fue una y otra vez al bar. Tomó el mismo café, se sentó en la misma mesa y tardó el mismo tiempo. Una y otra vez.

Al cabo de una semana llamó al gallo y al ganso a su corral y les preguntó:
- ¿siempre van a la misma mesa?...
- ¡Sí!
- mmmm... y ¿siempre se sientan cada uno en la misma silla?...
- ¡Sí! – respondieron al unísono.
- ¿Siempre en la misma? – reiteró.
- ¡Sí! – casi gritaron.
- Me lo imaginé. – replicó el cerdo.

Al día siguiente y aceptando el consejo del cerdo, gallo y ganso volvieron al bar, hicieron las mismas cosas pero esta vez, al momento de sentarse, intercambiaron sillas. El gallo quedó mirando a la pared y el ganso, de frente a la vidriera.
Nunca más volvieron a discutir.
Nunca más dejaron de ir.

Moraleja:
Para comprender, debo ponerme en el lugar del otro.
En su lugar.
Realmente en su lugar.
Siempre.

Gracias, Josefina, por estar tan atenta...

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